domingo, 24 de abril de 2011

 ¿Vendes tu casa?                            
                  

El dueño de un pequeño negocio, amigo del gran poeta brasileño Olavo Bilac, cierto día lo encontró en la calle y le dijo:
—Señor Bilac, necesito vender mi casa, la que usted tan bien conoce. ¿Podría ayudarme a redactar el aviso para el diario?
Olavo Bilac tomó lápiz y papel y escribió:
“Se vende encantadora propiedad, donde cantan los pájaros al amanecer en las extensas arboledas, rodeado por las cristalinas aguas de un lindo riachuelo. La casa, bañada por el sol naciente, ofrece la sombra tranquila de las tardes en el balcón”.

Algunos meses después, el poeta se encontró con el comerciante amigo y le preguntó si ya había vendido el lugar.
—No pensé más en eso —dijo el hombre—. Después de leer el aviso me di cuenta de la maravilla que tenía.



¿Cuántas veces no sabemos apreciar lo que tenemos y vamos tras otras cosas, metas o personas? ¿Hemos hecho el inventario de todas las cosas maravillosas que nos rodean? ¿Por qué cuando perdemos algo o nos dicen lo que tenemos, es cuando nos damos cuenta y no antes?

lunes, 11 de abril de 2011

El valor de la amistad

Esta historia es un poco larga, pero vale muchísimo la pena leerla.
Espero que le sirva a alguien.


El valor de la amistad



En un colegio norteamericano se contaba esta historia:

Un día, cuando era estudiante de secundaria, vi a un compañero de mi clase caminando de regreso a su casa. Se llamaba Carlos. Iba cargando todos sus libros y pensé: “¿Por qué se estará llevando a su casa todos los libros el viernes? ¡Debe ser un nerd!”

Yo ya tenía planes para todo el fin de semana: fiestas y un partido de fútbol con mis amigos el sábado por la tarde, así que me encogí de hombros y seguí mi camino.
Mientras caminaba, vi a un montón de chicos corriendo hacia él, y cuando lo alcanzaron, le tiraron todos sus libros y le hicieron una zancadilla que lo arrojó al suelo; sus gafas volaron y cayeron en el pasto como a tres metros de él. Miró hacia arriba y pude ver una tremenda tristeza en sus ojos.
Mi corazón se estremeció, así que corrí hacia él mientras gateaba buscando sus gafas. Observé algunas lágrimas en sus ojos. Le acerqué a sus manos sus gafas y le dije: —¡Esos chicos son unos tarados, no deberían hacer esto!
Me miró y me dijo: —¡Hola... gracias!
Había una gran sonrisa en su cara. Lo ayudé con sus libros pues vivía cerca de mi casa. Le pregunté por qué no lo había visto antes y me contó que se acababa de cambiar de una escuela privada. Yo nunca había conocido a alguien que hubiera ido a una escuela privada. Caminamos hasta su casa. Le pregunté si quería jugar al fútbol el sábado, con mis amigos, y aceptó.
Estuvimos juntos todo el fin de semana.
Mientras más conocía a Carlos, mejor nos caía, tanto a mí como a mis amigos.
Llegó el lunes por la mañana y ahí estaba Carlos con una nueva pila de libros. Me paré y le dije: —Hola, vas a sacar buenos músculos si cargas todos esos libros todos los días.
Se rio y me dio la mitad para que le ayudara.
Durante los siguientes cuatro años, Carlos y yo nos convertimos en los mejores amigos.
Cuando ya estábamos por terminar la secundaria, Carlos decidió ir a la Universidad de Georgetown y yo iría a la de Duke. Sabía que siempre seríamos amigos, que la distancia no sería un problema. Él estudiaría medicina y yo administración, con una beca de fútbol.
Carlos fue el orador de nuestra graduación. Yo lo fastidiaba todo el tiempo diciéndole que era un nerd. Llegó el gran día. Él preparó el discurso. Yo estaba feliz de no ser el que tenía que hablar.
Carlos se veía realmente bien. Era una de esas personas que se había encontrado a sí misma durante la secundaria, había mejorado en todos los aspectos y se veía bien con sus gafas.
¡Tenía más citas con chicas que yo y todas lo adoraban! ¡Caramba! Algunas veces hasta me sentía celoso...
Pude ver que él estaba nervioso por el discurso, así que le di una palmadita en la espalda y le dije:
—Vas a ver que estarás genial, amigo.
Me miró con una de esas miradas realmente de agradecimiento y me sonrió.
—Gracias —me dijo. Limpió su garganta y comenzó su discurso:
“La graduación es un buen momento para dar gracias a todos aquellos que nos han ayudado a través de estos años difíciles: tus padres, tus maestros, tus hermanos, quizá algún entrenador... pero principalmente a tus amigos. Yo estoy aquí para decirles a ustedes, que ser amigo de alguien es el mejor regalo que podemos dar y recibir y, a propósito, les voy a contar una historia...”
Yo miraba a mi amigo incrédulo cuando comenzó a contar la historia del día que nos conocimos. Aquel fin de semana él tenía planeado suicidarse. Estaba solo, tenía grandes problemas. Habló de cómo había limpiado su taquilla de la escuela y por qué llevaba todos sus libros con él: para que su mamá no tuviera que ir después a recogerlos.
Me miraba fijamente y me sonreía.
“Afortunadamente fui salvado. Un amigo me salvó de hacer algo irremediable”.
Yo escuchaba con asombro cómo este apuesto y popular chico contaba a todos ese momento de debilidad. Sus padres también me miraban y me sonreían con esa misma sonrisa de gratitud.En ese momento me di cuenta de lo profundo de sus palabras:

Nunca subestimes el poder de tus acciones: con un pequeño gesto, puedes cambiar la vida de otra persona, para bien o para mal. Los amigos son ángeles que nos llevan en sus brazos cuando nuestras alas tienen problemas
para recordar cómo volar.


¿Sabemos y tenemos conciencia de las consecuencias de nuestros actos, para bien o para mal?
No somos responsables de la felicidad o infelicidad de los demás, pero ¿no es cierto que a veces contribuimos a ellas?
Algo que para ti puede ser un esfuerzo pequeño, incluso una acción natural, puede cambiar la vida a muchas personas. Así que, en otra ocasión, piensa en lo que puedes provocar en la otra persona, aunque los resultados no se vean inmediatamente.

viernes, 8 de abril de 2011

La segunda oportunidad
                                           


 Había un hombre muy rico que poseía muchos bienes, grandes fincas,muchos empleados y un único hijo, su heredero.
Lo que más le gustaba al hijo era hacer fiestas, estar con sus amigos y ser adulado por ellos. Su padre siempre le advertía que sus amigos sólo estarían a su lado mientras él tuviese algo que ofrecerles; después, le abandonarían.

Un día el viejo padre, ya avanzado en edad, dijo a sus empleados que le construyeran un pequeño establo. Dentro de él, el propio padre preparó una horca y, junto a ella, una placa con algo escrito que decía:

“Para que nunca desprecies las palabras de tu padre”.
Más tarde, llamó a su hijo, lo llevó hasta el establo y le dijo:

—Hijo mío, ya estoy viejo y cuando yo me vaya tú te encargarás de todo lo que es mío... Pero desgraciadamente yo sé cual será tu futuro: vas a dejar la finca en manos de los empleados y vas a gastar todo el dinero con tus amigos. Venderás todos los bienes para gastarlos y, cuando no tengas nada más, tus amigos se apartarán de ti. Sólo entonces te arrepentirás amargamente por no haberme escuchado. Fue por esto que construí esta horca. ¡Ella es para ti!
Sólo quiero que me prometas que, si sucede lo dicho, te ahorcarás en ella.
El joven se rió, pensó que era absurdo, pero para no contradecir a su padre le prometió que así lo haría pensando en que eso jamás sucedería.

El tiempo pasó, el padre murió y su hijo se encargó de todo, y así como su padre había previsto, el joven gastó todo, vendió los bienes, perdió sus amigos y hasta la propia dignidad.
Estaba arruinado.
Desesperado y afligido, comenzó a reflexionar sobre su vida y vio que había sido un tonto. Se acordó de las palabras de su padre y comenzó a decir:
—Ah, padre mío... Si yo hubiese escuchado tus consejos... Pero ahora es demasiado tarde.
Apesadumbrado, el joven levantó la vista y vio el establo. Con pasos lentos, se dirigió hasta el, vio la horca y la placa llenas de polvo y entonces pensó:
—Yo nunca seguí las palabras de mi padre, no pude alegrarle cuándo estaba vivo, pero al menos esta vez voy a cumplir la promesa que le hice. Ya no me queda nada más que perder sino la vida.

Entonces, subió los escalones, se puso la cuerda en el cuello y pensó:
—Ah, si yo tuviese una nueva oportunidad...
Respiró profundo, cerró los ojos y entonces se tiró desde lo alto de los escalones hasta que sintió que la cuerda apretaba su garganta... ¡Era
el fin!
Sin embargo, el brazo de la horca era hueco y se quebró fácilmente, desplomándose al suelo el muchacho. Sobre él cayeron billetes,
esmeraldas, perlas, rubíes, zafiros y brillantes, muchos brillantes... La horca era hueca y estaba llena de piedras preciosas. Entre todo aquel tesoro que cayó, el joven heredero encontró una nota. En ella estaba escrito:

“Esta es tu segunda oportunidad. ¡Te amo mucho! Con amor, tu viejo padre”.



¿Hemos tenido una segunda oportunidad y la hemos aprovechado?
¿Por qué se nos dificulta tanto seguir los consejos de nuestros mayores?
¿Valoramos lo que tenemos, más aún si lo que tenemos, nos ha llegado facil?

miércoles, 6 de abril de 2011

Una vasija agrietada                                               
                                                 


Un cargador de agua tenía dos grandes vasijas que pendían de los extremos de un palo que llevaba sobre sus hombros. Una de las vasijas era perfecta y conservaba el agua completa hasta el final del largo camino, desde el arroyo hasta la casa del patrón.
La otra vasija tenía una grieta por donde se iba derramando el agua a lo largo del camino.
Cuando llegaba, sólo podía entregar la mitad de su capacidad. Durante dos años se repitió día a día esta situación.
La vasija perfecta se sentía orgullosa de sí misma, mientras que la vasija agrietada vivía avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable por no poder cumplir totalmente la misión para la que había sido creada.
Un día, decidió exponerle su dolor y su vergüenza al aguador, y le dijo:
—Estoy muy avergonzada de mí misma y quiero ofrecerte disculpas.
—¿Por qué? —le preguntó el aguador—. Tú sabes bien por qué —responde la vasija—.
Debido a mis grietas, sólo puedes entregar la mitad del agua y por ello sólo recibes la mitad del dinero que deberías recibir.
El aguador sonrió mansamente y le dijo a la vasija agrietada:
—Cuando mañana vayamos una vez más a la casa del patrón quiero que observes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino.
Así lo hizo y, en efecto, vio que las orillas del camino estaban adornadas de bellísimas flores.
Aunque esta visión no le borró el enfado que le crecía en su alma de vasija por no poder realizar su misión a plenitud, al volver a la casa recibió esta respuesta del aguador:
—¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen al lado del camino? Siempre supe de tus grietas y quise aprovecharlas. Sembré flores por donde tú ibas a pasar y todos los días, sin tener que esforzarme para ello, tú las has
ido regando. Durante estos dos años, he podido recoger esas flores para adornar el altar de mi maestro. Si tú no fueras como eres, él no habría podido disfrutar la belleza de esas flores.


¿Cuántos defectos de muchas personas son consideradas cualidades para otras personas?
¿Por qué somos tan fuertes con la autocrítica?
¿Podemos aprovechar mejor las capacidades de los amigos, de los hijos, de nuestra pareja?
¿Y lo que es mas importante: podemos darnos cuenta de cuales son nuestros defectos, y de darles un uso adecuado, convirtíendolos en virtudes?